Resumen:

Los wixaritari son una sociedad indígena del occidente mexicano, conocidos también por el exónimo de huicholes. El objetivo del artículo1 es analizar las paradojas que han producido los especialistas al emprender la descripción de dichas comunidades. Otorga especial atención a las premisas académicas que han servido para excluir o discriminar a los wixaritari que viven fuera del estado de Jalisco. El artículo ha sido motivado por las observaciones etnográficas directas en las comunidades de Jalisco, Durango y Nayarit, pero se enfoca en los discursos de científicos sociales que se han dedicado a su estudio, para analizarlos desde una perspectiva histórica. Así, busca mostrar que la sociedad wixárika es más diversa de lo que generalmente se ha afirmado y que la región que ocupan es también más amplia.

Abstract:

The Wixaritari are an indigenous society from Western Mexico, also known by the exonym Huichol. The objective of the article is to analyze the paradoxes that specialists have produced in the description of these communities. It pays special attention to the academic premises that exclude or discriminate against the Wixaritari who live outside the state of Jalisco. The article has been motivated by direct ethnographic observations in the communities of Jalisco, Durango and Nayarit, but it focuses on the discourses of social scientists who have studied them, to analyze it from a historical perspective. Therefore, it seeks to show that Wixarika society is more diverse than has generally been claimed and that the region they occupy is also broader.

Palabras clave:
    • wixárika;
    • comunidad;
    • gobierno tradicional;
    • diáspora;
    • huichol.
Key words:
    • Wixarika;
    • community;
    • traditional government;
    • diaspora;
    • Huichol.

Introducción

Los wixaritari2 han adoptado el término de «comunidad», proveniente del español, y lo han hecho suyo. En términos más concretos, emplean la palabra comunidad para referirse al conjunto de personas que comparten un mismo territorio bajo la supervisión y representación de las autoridades tradicionales que residen en una cabecera o centro político. La membresía de una comunidad implica una interacción particular entre las personas que forman parte del conjunto, donde la cabecera y sus autoridades ocupan una posición central. Entre las principales actividades a través de las cuales se relacionan sus miembros están las celebraciones rituales de la cabecera, las asambleas comunales y los trabajos colectivos, tareas que son reconocidas como parte de «el costumbre» o ta yeiyari, términos con que suelen referirse a la vida tradicional. Estas y otras interacciones producen la urdimbre y la trama de un complejo tejido social al que reconocen como la «comunidad tradicional», la cual no necesariamente llega a constituirse, en términos legales, como una comunidad agraria.3 Las investigaciones de campo que he realizado en Jalisco, Durango y Nayarit han mostrado que también pueden existir en otros regímenes agrarios e incluso desarrollarse en espacios que deben ser compartidos con personas que no son indígenas, con las dificultades que eso suele acarrear.

En la antropología mexicana, la denominación de comunidad suele ser portadora de cierta ambigüedad, ya que frecuentemente es empleada como sinónimo de «localidad», «pueblo» o «paraje». En otras ocasiones se usa para referirse a «la estructura social básica, suprafamiliar, de los pueblos indígenas» (Zolla y Zolla Márquez, 2004). Para las autoridades agrarias la comunidad es un régimen de propiedad de la tierra, aunque en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos el artículo 2º define a las comunidades indígenas en términos muy similares a los que emplean los wixaritari: «Son comunidades integrantes de un pueblo indígena, aquellas que formen una unidad social, económica y cultural, asentadas en un territorio y que reconocen autoridades propias de acuerdo con sus usos y costumbres».

Las comunidades wixaritari más conocidas y estudiadas son las del estado de Jalisco y sus anexos, las cuales asiduamente han sido vistas como las más auténticas y más apegadas a las normas y costumbres del pasado. Eventualmente, esto ha permitido restringir la región wixárika a dicho estado, muchas veces negando la existencia de comunidades fuera de este, disminuyendo su importancia o negando incluso su filiación étnica. Esta es una vieja estrategia que los mismos vecinos mestizos han empleado por décadas para desplazar a los wixaritari: «ustedes son de Jalisco, vayan a su estado» (Fabila, 1959). Así, también he podido constatarlo en mis investigaciones de campo. Sin embargo, más de la mitad de la población wixárika habita fuera de tierras jaliscienses, y es cierto que algunas de las personas que han emigrado desde las comunidades de Jalisco no reproducen las estructuras tradicionales. En este sentido, es especialmente interesante el caso de los grupos evangélicos conversos, a quienes su nueva fe les prohíbe reproducir el costumbre; pero en su mayoría, crean nuevas comunidades, muchas veces con fuertes vínculos con las de origen.

El objetivo de este artículo es analizar cómo han sido descritas las comunidades tradicionales. Para ello haré una revisión acerca de la manera en que han sido pensadas y definidas desde una perspectiva histórica. En un primer momento, reseñaré qué nos dicen al respecto algunos documentos históricos disponibles de finales del siglo XVIII, momento a partir del cual se tiene cierta claridad acerca de la manera en que funcionaban. Posteriormente, daré un salto hacia finales del siglo XIX para mostrar cómo las encontraron los investigadores pioneros de la región. Finalmente, abordaré algunas de las etnografías más influyentes del siglo XX, a partir de las cuales ahondaré en algunas contradicciones que han surgido en nobles intentos por caracterizar a las comunidades. Al dar cuenta de estas paradojas busco mostrar algunas de las maneras en las que se ha negado la existencia de una auténtica tradición wixárika entre los pueblos que se han conformado fuera de los límites del estado de Jalisco, de las comunidades tradicionales que actualmente se ubican en tierras de Durango y Nayarit.4

Los pueblos despoblados, antecedentes de las comunidades wixaritari

Aún no ha sido posible encontrar documentación que nos permita identificar el momento de la fundación de los antiguos poblados wixaritari de Jalisco. Sin embargo, los expedientes disponibles confirman que a principios del siglo XVIII ya había varios pueblos organizados con sus propias autoridades de gobierno (Rojas, 1993: 94). Formaban parte de las milicias de indios flecheros de la región conocida como la Frontera de San Luis de Colotlán y gozaban de ciertas prerrogativas5 a cambio de los servicios que ofrecían a la corona española en la lucha contra los chichimecas que invadían el territorio conquistado y saqueaban los caminos.6

Al parecer, hubo dos regiones wixaritari durante el siglo XVIII . Por un lado estaban los pueblos más fronterizos al occidente, en la parte más alta de la sierra. Me refiero a los poblados de San Andrés Cohamiata, Santa Catarina Cuexcomatitlán y San Sebastián Teponahuaxtlán. Por el otro lado se encontraban los pueblos de la zona baja, como Tenzompa, La Soledad y San Nicolás. Se ha pensado que los primeros consiguieron persistir gracias a la distancia que mantuvieron de los españoles, mientras que los otros pronto fueron acosados y dejaron de ser wixaritari a lo largo del siglo XIX (Rojas, 1992: 131; 1993: 94, 132).

Los tres pueblos serranos formaban parte del curato de San Sebastián, dependiente de la doctrina de los franciscanos de Zacatecas, aunque en ocasiones los vinculaban a la diócesis de Durango o al obispado de Guadalajara. Tenzompa, La Soledad y San Nicolás pertenecían al curato de Huejuquilla, cabecera en la que también pudo haber importante presencia wixárika, pero que quizás emigró o tendió a mestizarse. Un informe del alcalde de Jerez, fechado en 1783, nos confirma esto. Refiriéndose a los habitantes de Huejuquilla, señala: «son labradores, y Criadores, y sirvientes, de Haciendas; tiene el Pueblo de Sn. Nicolás; la Soledad, y el de Tesampa [sic], estos Naturales, se semejan a los de Sn. Sebastián, menos los de la Cabecera, que son más instruidos» (Velázquez, 1961: 43). Acerca de los indígenas del curato de San Sebastián, dice: «[La doctrina de] Sn. Sebastián, tiene el [pueblo] de este nombre, el de Sta. Catarina, y el de Sn. Andrés Coamiata; Su ejercicio de Salineros, y situación, Sierra. Hablan lengua Guisola, y Mexicana, con poquísima instrucción de la Castellana» (Velázquez, 1961: 43). Más adelante los compara con sus vecinos nayaritas: «son rústicos, solamente los de la Doctrina de Sn. Sebastián, Ascaltán, Tesompa, y Soledad, por semejantes, a los del Nayari» (Velázquez, 1961: 43). En este fragmento tenemos que el alcalde de Jerez incluye a los de Azqueltán, pueblo que muchas veces es identificado como tepehuano o tepecano. No obstante, es muy probable que gente con distintas lenguas haya convivido ahí. Actualmente, su población es tepehuana y wixárika. Beatriz Rojas (1992: 13) menciona que en algún momento los pueblos de Ostoc, Mamata, Acaspulco, Camotlán, Huajimic, Nostic y posiblemente otros hayan tenido presencia wixárika. La misma autora indica que estos pueblos perdieron paulatinamente sus tierras, sus habitantes se diluyeron en el mestizaje o se remontaron a la sierra para protegerse (Rojas, 1992: 15).

Los pueblos que persistieron eran los que el corregidor de Bolaños identificaba como «los más fronterizos» (Velázquez, 1961: 35), los que lindaban con los nayaritas que fueron reducidos en 1722. Aun cuando eran integrantes de las milicias de indios flecheros, solían aliarse con los vecinos en contra de los españoles. Así lo relata un documento de la época:

Noticioso Don Juan de la Torre por Martin, indio del pueblo de San Andrés de Ocotlán, que los indios de este pueblo, y de los de San Sebastián, Santa Catalina, y Azqueltán, se habían introducido, y pasado al Nayarit, a unirse con la gentilidad, y Apostatas de aquella provincia, para impedir la reducción, cuyo aviso se confirmó después por diferentes indios de dichos pueblos, puso presos a los cómplices en esta traición (Anónimo, 1722: 12).7

Debo hacer notar que en aquellos años no se les llamaba comunidades sino pueblos, aunque la concentración de personas que supone este término era inexistente. El informe de José Blanco, capellán responsable del curato de San Sebastián, deja muy clara esta situación hacia 1784, a la vez que describe las actividades de los nativos:

Las ocupaciones que todos los naturales tienen son: por enero, febrero y marzo, sacan sal de las salinas del Puerto de San Blas, y esta venderla donde les tiene más cuenta. En los tiempos de siembra cultivan sus tierras en las Laderas de los cerros, que nominan coamiles […] Y lo demás del año viven en una perpetua ociosidad, metidos en las barrancas donde tienen sus chozas. La cultura que los naturales tienen es ninguna, pues están muy neutrales a las Leyes Divinas, y humanas, esto tengo verificado en que para que se bauticen es necesario, que todas las Semanas anden de Rancho en Rancho, y de Barranca en Barranca, cuatro naturales, que con el título de Fiscales tengo asignados […] para que estos lleven a mi presencia todas las criaturas, que hubieran nacido pues que sus padres voluntariamente los presenten no lo he conseguido (Archivo General de Simancas [AGS], 7016, 4: 93-94).

Explica también que algunos iban a la misa dominical, pero se retiraban pronto. Nadie iba a rezar los rosarios nocturnos. Tampoco se confesaban. Esto da cuenta de que poco acudían a los pueblos y de la notable dispersión de las viviendas. No obstante, sí celebraban reuniones masivas en las rancherías, para llevar a cabo los mitotes:

Mas varias noches, como a la media noche se juntan los naturales ancianos de ambos sexos a un jacal, o choza, que nominan el común a los mitotes, o bailes de los ídolos; a los cuales, no me he arriesgado a entrar, aun sabiéndolo por estar destituido de todo socorro, y haber sabido, que a uno de mis antecesores, porque fue una ocasión a impedirles su sacrílega acción, le maltrataron a flechazos y pedradas. En las doctrinales pláticas de los días domingos les he reprehendido su inicua acción, con las más eficaces palabras, que mi pigmeo talento alcanza, ya con palabras de lenidad, y mansedumbre, ya de vigor amenazándolos con severos castigos; pero de nada hacen aprecio. Para casarse es necesario cogerlos ebrios, pues voluntariamente nunca se presentan (AGS, 7016, 4: 95-96).

Antes de concluir su informe, Blanco subraya la dispersión antes señalada: «Y en fin señor, son de tal calidad, y condición, que más tienen de Bárbaros, que [de] racionales, pues los más perpetuamente se viven en las barrancas, y por ninguna vía he podido conseguir residan en los Pueblos, en los cuales apenas moran de pie veinte familias» (AGS, 7016, 4: 96). Veinte familias eran las que vivían en tres pueblos, quizás no más de siete en cada uno. No se trataba de que la población fuera escasa, ya que el mismo fraile nos dice que la población de San Sebastián era de 531 naturales, en Santa Catarina había 249 personas y en San Andrés 867. En total serían 1 647 wixaritari en los tres pueblos hacia el año de 1784 (AGS, 7016, 4: 92).

Si bien no había una real ocupación de los pueblos, existía ya una conciencia clara de que esos ranchos y esas rancherías dispersas conformaban lo que ahora llamamos comunidad. Dos factores parecen estar relacionados con ello: por un lado, la existencia de un territorio común compartido; por otro lado, la existencia de unas autoridades locales responsables de representar los intereses de la población que compartía dichas tierras. Encontramos noticias acerca de las tierras que les eran reconocidas por las autoridades hispanas en los informes de Félix Calleja, quien hacia 1790 fue comisionado por el virrey para que visitara los pueblos y pasara revista a las milicias de la Frontera de Colotlán.

Las noticias de Calleja describen las dimensiones del territorio de cada pueblo, y hace dos comentarios que conviene reproducir. Uno habla del control que ejercían las comunidades de indios sobre las tierras: «No hay formada en la jurisdicción del Gobierno, ninguna hacienda, y ni un solo palmo de terreno que no pertenezca a las comunidades de indios, a excepción de mucha parte de los cerros, y tierra inútil, que es realenga» (Gutiérrez Gutiérrez, 2009: 104). Enseguida explica la manera en que se concedían las tierras en el interior de las comunidades: «A los indios les da cierta propiedad de terreno, que cultivan al continuar sembrándole, sin más intermisión, que la de un año, y pueden dejar estas heredades a sus hijos, o herederos legítimos, pero extinguidos estos, vuelven al común de las tierras, y solares, que la misma comunidad les concedió para fábrica, y siembra» (Gutiérrez Gutiérrez, 2009: 104). Por supuesto, no todas las tierras eran wixaritari, muchos tlaxcaltecas habían sido enviados a la zona para el momento de su pacificación (Powell, 1980; Rivera y Berumen, 2011). Colotlán comprendía, según Calleja, 329 leguas cuadradas, de las cuales 14 eran de San Sebastián, 123 de Santa Catarina y 70 de San Andrés (Gutiérrez Gutiérrez, 2009: 102-103). Sin contemplar a los otros pueblos que se estima fueron wixaritari, resultaría que estos ocupaban al menos dos terceras partes del territorio coloteco.

La Frontera de San Luis de Colotlán se organizaba políticamente en torno de un capitán protector,8 quien delegaba parte de sus funciones en los tenientes. Había seis de ellos para la época, los primeros años de la década de 1780. El informe del cabildo y ayuntamiento de Fresnillo nos explica al respecto:

Tiene seis tenientes, uno en la Cabecera, otro en Huajúcar, otro en Totatichi, otro en Mesquitique, otro en Huajuquilla la Alta, y otro en la Nueva Tlaxcala, los arbitrios de qe. se mantienen dichos Tenientes, se sabe que cada Pueblo de los de su mando, le siembra media fanega de Maíz, y su cosecha llevan a su Casa, sin ningún costo, también le dan servicios personales, para la Casa y Correos, llevan dros. a los Vecinos, de Castas, y Españoles introducidos, y al tiempo de las Confirmaciones de Varas el Gobernador de cada Pueblo le da a el Protector seis pesos y de la Visita, y dros. de esta se ignora (Velázquez, 1961: 46).

Como podemos ver, cada pueblo tenía sus propias autoridades, portadoras de las varas de mando, que debían ser ratificadas por los tenientes. El cura de Totatiche nos explica cómo se procedía en el interior de los pueblos: «Anualmente hace cada Pueblo su elección de Justiciales que se reduce a elegir tres sujetos, uno para su Gobor., otro para su Alcalde, y otro para Alguacil mor., y estos empleos se les confirman por el Teniente General» (Velázquez, 1961: 61).

Entre los wixaritari de la sierra, estos sistemas de autoridad y la propiedad comunal de la tierra persistió a pesar de las constantes presiones externas. Beatriz Rojas (1992: 131-188) ha documentado el acoso por parte de las haciendas y el retorno de los franciscanos, que con un espíritu renovado retomaron su lucha contra las idolatrías. Luego vendría el tiempo de la rebelión lozadista, y poco después llegarían a la sierra los primeros etnógrafos, que confirmaron el despoblamiento de los pueblos de la sierra y el patrón de asentamiento disperso, así como la vigencia del sistema de autoridad y de la propiedad comunal.

La autoridad desautorizada: los antropólogos en las comunidades wixaritari

En la última década del siglo XIX, dos antropólogos realizaron las investigaciones pioneras entre los wixaritari: León Diguet y Carl Lumholtz. El primero de ellos aseguró que existían cuatro zonas o distritos huicholes: «Cada distrito comprende cierto número de pueblos, entre los cuales el más importante sirve de cabecera y le da nombre al distrito» (Diguet, 1911: 163). Estos correspondían a los tres poblados serranos -los más fronterizos - y el cuarto había sido producto de una escisión reciente de San Andrés que dio lugar a la zona de Guadalupe Ocotán. En otro lugar explicó, como lo habían notado otros, que el wixárika no pasa mucho tiempo en su poblado, sino que «vive solo con su familia en el lugar donde cultiva, o asociado con otras familias en lo que comúnmente se conoce […] como una ranchería» (Diguet, 1899: 123). Lo más característico de un pueblo era que tenía un tukipa o callihuey, casa grande de base ovalada donde los wixárika se reunían a celebrar sus fiestas religiosas. Las rancherías carecerían de dichos edificios. También hizo breves comentarios acerca de las autoridades de los pueblos principales, a las que contemplaba como una transformación reciente:

Hoy […] el sistema administrativo ha cambiado un poco. Aparte de los ministros del tukipa que son elegidos para un periodo de cinco años, el resto de las autoridades -aunque sean nombradas por el consejo de ancianos-, cubren solamente el periodo de un año su elección […] debe contar para ser válida con el consentimiento del gobierno mexicano. El poder de estas autoridades es muy limitado y sirve casi únicamente para mantener el orden (Diguet, 1899: 129).

Sin embargo, esto no era tan nuevo. Este tipo de autoridades ya existían en la Frontera de Colotlán dos siglos antes de que llegaran los primeros antropólogos a la Sierra Madre Occidental.

Carl Lumholtz había estado casi al mismo tiempo que Diguet entre los wixaritari, pero en lugar de cuatro pueblos habla de seis: San Andrés Cohamiata, Guadalupe Ocotán, San Sebastián, Santa Catarina, Tenzompa y Soledad. Todos ellos conformaban el país wixárika (the Huichol country), que se dividía en tres secciones o porciones territoriales. San Andrés y Guadalupe estaban en una de ellas, donde el segundo poblado se subordinaba social y religiosamente al primero. Otra sección correspondía a San Sebastián, una tercera a Santa Catarina y la cuarta pertenecería a Tenzompa y Soledad (Lumholtz, 1900: 5). Acerca de esta última señala que su población era mixta: «conviven huicholes y mexicanos». En el rancho de Ratontita, ubicado al sur, se percibía la misma presión por parte de los mexicanos, por ello consideraba que solo era cuestión de tiempo para que los mestizos controlaran estos lugares (Lumholtz, 1900: 6-7; 1898: 3). Así sucedió con los primeros dos, pero Ratontita resiste hasta el día de hoy y sigue formando parte de San Sebastián. Lumholtz (1900: 5) pensaba que el área central del territorio wixárika, la que corresponde a los poblados serranos, estaría a salvo de los invasores, ya que estas tierras eran de difícil acceso y muy pocos espacios eran susceptibles de ser cultivados con arado.

También nos dice que en aquel momento había 19 templos tukipa en el territorio wixárika. No afirma -como Diguet- que este templo fuera una característica de los pueblos. Más bien deja muy claro que los lugares donde estos se encuentran suelen estar muy poco poblados: «En la actualidad hay diecinueve templos en el país, y aunque uno puede encontrar ranchos cerca de ellos, todavía es solo en el momento de las fiestas que la población del distrito se congrega allí, los funcionarios y sus familias acampan en tales ocasiones en las casas de los dioses» (Lumholtz, 1900: 9, traducción del autor). Nótese que podría haber algunos ranchos en las inmediaciones de los templos, pero la gente solo acude a los templos para las fiestas. De hecho, cuando visitó la cabecera de Santa Catarina quedó sorprendido de su reducido tamaño: «Santa Catarina es acaso el pueblo de indios más pequeño que he visto. Consta de once chozas esparcidas entre zapotes, y si no fuese por las usuales construcciones de adobe del tiempo de los misioneros, a saber, la iglesia, el curato, el juzgado, etcétera, podría uno suponerse en un rancho» (Lumholtz, 1902: 146). De San Sebastián nos deja ver algo parecido: «San Sebastián está inconvenientemente situado en el fondo de una fría y ventosa quiebra. Los indios nunca hubieran elegido semejante lugar, pues los restos de habitaciones nativas y del antiguo templo están fuera de lo que es propiamente el pueblo, en más alegres sitios» (Lumholtz, 1902: 255). Más aún, observa que el tukipa de esta cabecera se había quemado por completo treinta años antes y nadie lo había reconstruido. Ahí realizó Weigand su trabajo de campo entre 1966 y 1969, y en su informe afirma que en dicho templo no se había verificado ninguna ceremonia desde 1963 (1992a: 48). Debo también agregar que Lumholtz notó los conflictos entre los distritos o secciones wixaritari ante la ambigüedad de los linderos:

Son grandes los resentimientos a causa de las continuas disputas de tierras entre los diversos distritos. Cuando los misioneros establecieron los pueblos, fijaron igualmente la extensión de terreno que a cada uno tocaba, o en otras palabras, dividieron la tierra en distritos; pero como no determinaron con precisión los linderos, ha sido esto desde entonces causa de mucho desacuerdo (Lumholtz, 1902: 261).

Tras mencionar esto, enfatiza los celos que había entre cada sección y la falta de solidaridad. Como si a una sección o distrito no le importara el destino de sus vecinos (Lumholtz, 1902: 261). Sin embargo, pareciera que los wixárika de todo un distrito acudieran con naturalidad a las ceremonias de cualquier templo del mismo y acamparan ahí (Lumholtz, 1900: 9).

Después de Diguet y Lumholtz, Konrad Theodor Preuss confirmaría que «Los pueblos huicholes, al igual que sus templos grandes, que normalmente están situados en lugares solitarios y apartados, únicamente son lugares de reunión para las ceremonias, mientras que los ranchos donde vive la gente por lo general se ubican en las cercanías de las milpas, que son los lugares de trabajo» (Preuss, 1907: 179-180). Lamentablemente, por parte de este autor, no hay mayor información acerca de la organización de los pueblos. Hubo que esperar hasta las investigaciones de Robert Zingg para contar con una actualización. Él sería el primero en tratar como comunidades a los pueblos o distritos wixaritari.

Zingg definiría a la comunidad huichol como «un grupo de rancherías aisladas en torno al centro en el que hay una solitaria iglesia o un edificio comunal» (1938, I: 101). De hecho, en sus trabajos, Lumholtz solo menciona el término comunidad para referirse a dicho edificio: «un vetusto y desmantelado caserón de adobe con entrada ancha y abierta», que con la iglesia «constituían, como de costumbre, la parte principal del pueblo» (1902: 1-2). A este edificio comunal también se le conoce como Casa Real (Zingg, 1938, I: 101). Zingg trabajó principalmente en un pueblo que no habíamos mencionado hasta el momento y que actualmente se considera una comunidad anexa de San Sebastián: Tuxpan de Bolaños. Dicha cabecera no cuenta con un tukipa, por lo que explica que en esta:

[…] la comunidad huichol nunca se reúne sino durante el ciclo de las ceremonias cristianas y con ese único fin. Dicho ciclo se inicia aproximadamente el 1º de enero, con las ceremonias religiosas de ocupación de los nuevos cargos oficiales; continúa con el carnaval, a principios de la Cuaresma y con la Semana Santa al final de la Cuaresma. Luego la comunidad huichol se dispersa. Como bien me decía un huichol: «esto se acabó» […] por el resto del año; entonces la vida y la sociedad huichol se concentran en las aisladas rancherías y en los grupos del templo pagano (Zingg, 1938, I: 98).

Tampoco cuenta con una iglesia. No obstante, en la Casa Real se llevaban a cabo las ceremonias antes mencionadas: «Junto a los jacales de los funcionarios y a la Casa Real, muchas veces hay una iglesia, si bien en Tuxpan nunca el edificio pasó de los cimientos. De modo que aquí la Casa Real sirve por igual para las funciones civiles y religiosas implantadas por los sacerdotes» (Zingg, 1938, I: 102). Tenemos, entonces, que para dar cuenta de una comunidad basta con que exista un edificio comunal o Casa Real que consiga congregar a un conjunto de ranchos. Por supuesto, en ningún momento Zingg duda de que Tuxpan sea una comunidad, por lo que asegura que existen siete comunidades, una más de las que había registrado Lumholtz (Zingg, 1938, I: 101, 323, 327).

Dado que en Tuxpan no había tukipa, acudió a la ranchería de Ratontita para hacer el registro de las ceremonias correspondientes a dicho templo. A partir de las observaciones ahí realizadas concluye que las comunidades tienen subdivisiones o subcomunidades a cargo de un comisario, que representa al gobernador, y que el centro de actividades de estas secciones es el tukipa (Zingg, 1938, I: 330). Al parecer, esto ha causado varias confusiones, ya que el de comisario no es un cargo del tukipa, sino de la Casa Real. Además, da la impresión de que las secciones son espacios claramente delimitados y de que existe un subsistema de gobierno sobre los miembros que ocupan estas supuestas fracciones territoriales.

Los auténticos wixaritari y los aculturados indios profesionales

Una década antes de que Zingg visitara la sierra, la región acababa de transitar por un momento especialmente violento, que dio lugar a un importante movimiento poblacional que promovería la fundación de nuevas comunidades. Como ya ha señalado Jean Meyer (1988: 261), la Revolución Mexicana y la Cristiada se fusionaron como una sola guerra, que ofreció a los huicholes la oportunidad de recuperar sus terrenos perdidos. Cooperaron con diferentes bandos, siempre buscando una posición antagónica en relación con los vecinos que invadieron sus tierras (Meyer, 1988: 261). La lucha ayudó a que muchos mestizos salieran de la sierra, pero los wixaritari no consiguieron integrar las grandes porciones limítrofes, que seguían en manos de hacendados y pueblos vecinos. Por estos escasos logros tuvieron que pagar un precio muy alto: la violencia y el bandidaje se habían apoderado de la región. En un documento dirigido al gobernador de Jalisco, fechado el 17 de febrero de 1921, el gobernador de San Andrés da cuenta de lo grave de la situación:

Han destruido el Pueblo de San Andrés Cohamiata Luis de la Torre, Felipe de la Cruz, José Chalote, causando infinidad de abusos y cosas horrorosas mataron veintitrés indígenas entre hombres mujeres y niños, robaron sin compasión, que también forma parte Paulo Chino, estos bandidos son nativos del mismo Pueblo que a la sombra de la revolución cometieron todo lo que quisieron ya lo ven están indultados con el Señor Mariano Mejía del Territorio de Tepic Nayarit, los indígenas de este pueblo esta timoratos y no vacilan en que de cualquier suerte sigan perjudicando al pueblo, pues aniquilo a los indígenas con sus semovientes y están muy cerca de nosotros, nos odian a las autoridades (Rojas, 1992: 250-251).

Uno de los bandidos más temidos de este periodo fue el huichol conocido como Patricio González, el general Mezquite. En un principio su gente lo siguió y fue el azote de los invasores, pero más tarde empezó a robar y a matar indiscriminadamente a vecinos y huicholes. Según relata Zingg (1938, I: 133-134), el fin de Mezquite llegó cuando los soldados federales le tendieron una emboscada y le aplicaron la ley fuga.9 Meyer (1988: 262) señala que él y su familia perecieron en una emboscada en el rancho de Las Minitas.

La situación de inseguridad que imperó durante la primera mitad del siglo XX obligó a muchos wixaritari pacíficos a dejar sus hogares e instalarse en tierras duranguenses y nayaritas. No obstante, Zingg asegura que cuando se restableció la paz los exiliados regresaron «a sus amadas sierras y reinstalaron su cultura que habían conservado intacta pese al prolongado contacto con los mexicanos» (1938, I: 392). Al respecto debo mencionar que no todos volvieron a su lugar de origen, así lo han explicado en numerosas ocasiones los ancianos wixaritari residentes en Durango y Nayarit. También cabe hacer notar que importantes porciones de estos estados eran tradicionalmente ocupadas por los wixaritari, que incluso los límites de San Andrés trascendían notablemente las actuales divisiones políticas estatales y que esta comunidad no había perdido las tierras nayaritas de Guadalupe Ocotán.10

Treinta años después de la publicación de Zingg, Grimes y Thomas darían cuenta también de esa dispersión, que trasciende el espacio de las comunidades de Jalisco:

Alrededor de una quinta parte de los huicholes viven fuera de sus comunidades. Los ranchos periféricos se formaron después de la Revolución Mexicana y ahora proporcionan un refugio contra el estrés político o social dentro de las comunidades. Los ranchos periféricos mantienen afiliaciones comunitarias, y sus mayores son consultados sobre decisiones importantes de la comunidad. Los matrimonios intercomunitarios son suficientemente numerosos como para que la mayoría de los huicholes tengan parientes en cada comunidad. Las visitas que duran de un día a varios meses en los ranchos familiares son comunes (Grimes y Thomas, 1969: 799, traducción del autor).

Es interesante la mención que estos autores hacen de los asentamientos wixaritari fuera de las comunidades de Jalisco. Sin embargo, muchos de aquellos que se había pensado eran ranchos periféricos ya se habían constituido como comunidades y habían iniciado la lucha por su reconocimiento. También es probable que, para entonces, mucho más de la quinta parte de la población wixárika ya se hubiera encontrado fuera de los pueblos serranos. Lamentablemente, los antropólogos del momento prefirieron centrar su atención en las comunidades jaliscienses, asumiendo que estas eran las portadoras de la auténtica cultura wixárika, mientras que los otros, al dejar sus tierras originales, lo habrían perdido todo. De ahí, quizás, que Zingg insistiera en que los wixaritari que habían salido de sus comunidades habían vuelto con su cultura intacta, aun cuando habían estado mucho tiempo alejados. Esto le permitía asegurar que: «El hecho de que haya pasado incólume por tantas vicisitudes, demuestra que la de estos indios es una cultura auténtica y que se basta a sí misma» (1938, I: 392). Por supuesto, también se pretendía presentar a los wixaritari como la última sociedad portadora de una forma de vida prehispánica y genuinamente indígena.

Cabe mencionar que, en la época de Zingg, Otto Klineberg había visitado la sierra y caracterizó a los wixaritari de la siguiente manera: «En general, la cultura huichol presenta una extraña combinación de elementos precolombinos y católicos, en ninguna parte mejor ilustrados que en su religión. Mi informante me enlistó las siguientes deidades: Dios, el sol, la tierra, la luna, fuego, agua, el mar, madre del maíz, y los santos» (1934: 31). Zingg había notado esos rasgos foráneos que, a su juicio, habían sido introducidos por los misioneros católicos y se habían acoplado a la cultura indígena. Así, «Debido a la procedencia extranjera de esta organización católico-española, debería analizársela aparte de la cultura nativa y pagana a la cual se ha asimilado» (Zingg, 1938, I: 98). En otras palabras, pareciera que algunos aspectos de la tradición española hubieran sido adoptados -específicamente el gobierno comunal y el catolicismo- a manera de apéndices que se sobreponen a las prácticas más auténticas, y se mantienen distantes «en el tiempo y el espacio de la religión pagana, que se ocupa de los intereses más íntimos y vitales de la tribu» (Zingg, 1938, I: 391). De esta manera, la organización comunal se define como un asunto foráneo, ajeno a la cultura, ya que «El drama sagrado de la religión huichol es pagano y se halla en el polo opuesto de la ideología de la religión introducida» (Zingg, 1938, I: 163-164). Las comunidades se definen, entonces, como «lazos de solidaridad que, en el sentir de los indios, unen a los habitantes de las aisladas rancherías en actos de participación que tienen lugar en la iglesia católica o en la casa comunal» (Zingg, 1938, I: 390).

En la misma dirección, Barbro Dahlger (1962: 109-110) afirmó que los wixaritari habían conseguido evadir la aculturación o el sincretismo manteniendo un patrón de asentamiento en rancherías dispersas, dando la espalda al centro comunal y reuniéndose eventualmente alrededor del templo pagano (tukipa). Sin duda, obvia los datos proporcionados por otros etnógrafos en los que se reportan importantes concentraciones durante las celebraciones de las cabeceras. Además, siguiendo a Zingg (1938, II: 175), aseguró que, de manera paralela a la creación de un sistema de gobierno, se instituyó un ciclo mítico cristiano que se sobrepuso a la mitología pagana. Como si con este nuevo acervo de mitos consiguieran dar la apariencia de haberse convertido al catolicismo, pero conservando en el fondo los relatos más auténticos de su tradición sin modificación alguna.

Aquí surgen varias paradojas: la cabecera reúne a un conjunto de rancherías asentadas en un mismo territorio, pero -se dice- no es algo que realmente atienda a los intereses más íntimos y vitales del colectivo; las prácticas comunitarias son un asunto foráneo que se contrapone a la auténtica tradición, pero que une a los wixaritari en torno a un espacio en el cual se reproducen prácticas muy específicas, consideradas también tradicionales; como parte de ese sistema de organización social y ceremonial, se genera un repositorio mítico donde -como en un cajón de sastre- se guardan todos los relatos que los harán parecer católicos, pero que no se mezclarán con los que sí son propiamente tradicionales, conservando así «su antigua forma de vida». Estos argumentos venían acompañados de la separación de las autoridades tradicionales: por un lado, las religiosas y, por el otro, las civiles. Se trata de los famosos estudios de los sistemas de cargos orientados hacia el análisis de aquello que denominaron las jerarquías cívico-religiosas. Dicha separación, al menos en el caso wixárika, es completamente ficticia, como aquella que pretende disociar el llamado ciclo católico del pagano.

Estos argumentos fueron reproducidos por varios antropólogos en la década de los setenta. Por ejemplo, Peter Furst se sumaría a la idea de que los wixaritari se habían mantenido al margen del cambio, pero aquellos que han optado por modificar de alguna manera su tradición perdían su filiación étnica: «Cualquiera que sea la razón, solo un pequeño número de huicholes pueden ser considerados como convertidos a la cristiandad, y de ellos muchos han adoptado bastantes rasgos de la cultura mayoritaria que los rodea para ser clasificados como mestizos más que como indígenas» (Furst, 1972: 115). Entre las prácticas más puras que habrían conservado los wixaritari estaban aquellas vinculadas con la recolección y el consumo del peyote. Al respecto, el mismo antropólogo decía: «el complejo simbolismo religioso que tiene la búsqueda del peyote como su centro sagrado, parece ser la única supervivencia importante de la religión y las ceremonias relativamente indígenas puras, sin mezcla de elementos católicos, en el México actual» (Furst, 1972: 113).11 Dado que la cactácea era un elemento profundamente antiguo, en ella podría encontrarse el corazón de la filosofía huichola.12 No cabe duda de que esta fue una premisa muy atractiva durante la época de la psicodelia, la cual atrajo a muchos curiosos a la sierra. Así, a partir de este periodo, las investigaciones entre los wixaritari se multiplicaron, enfocándose principalmente en las comunidades de Jalisco, las cuales eran consideradas las más auténticas.

En la década de los noventa, el trabajo de Furst recibiría las críticas de Phil Weigand, quien trataría de descalificar a los informantes de su adversario académico llamándolos «indios profesionales». Con ello buscaba cuestionar la autenticidad de los wixaritari que habían emigrado al territorio nayarita, quienes -según Weigand- solo conservaban su apariencia indígena para vender las artesanías que producen. En un artículo que tituló «Aculturación diferencial entre los indios huicholes» decía lo siguiente:

He podido observar que los indios profesionales no son informantes completamente confiables en lo que se refiere a mitologías tradicionales, datos sociales, o artículos de artesanía. Con frecuencia, su trabajo artístico, sus leyendas y mitos, y otros recuerdos son mezclas cabales de las tradiciones de diferentes distritos, gubernancias y comunidades, más que ejemplos de las condiciones originales. A menudo reflejan los deseos directos del mercado turístico (Weigand, 1992c: 171).

A pesar de la evidente hostilidad que Weigand manifestaba hacia su contrincante, su postura con respecto al cambio sociocultural no resultó ser muy distinta de la de Furst. En un artículo escrito en coautoría con Acelia García asegura que las estructuras políticas provenientes del exterior se han incorporado a las más autóctonas sin eliminar nunca las formas previas, «creando estratos organizacionales». Así, «Las más antiguas se encuentran cerca del fondo; las más nuevas, en la parte superior» (Weigand y García, 2002: 60), como si de restos arqueológicos se tratara.

Como podemos observar, al final del día, entre las posturas de los dos antropólogos no existía un abismo infranqueable, pero el saldo de dicho debate debería ser asumido por otros: los wixaritari asentados fuera de Jalisco. No cabe duda de que las investigaciones de ambos promovieron una visión romántica de la sociedad wixárika, como si de un fósil viviente se tratara. Dado que esta sociedad mantenía la autenticidad original de tiempos prehispánicos, ya sea en el culto al peyote o en el sistema de cargos, cualquier desarrollo divergente en relación con estos nos alertaría acerca de la inminente aculturación, del abandono de la vida tradicional.

En esa misma dirección, Fikes (1985) se refirió a los wixaritari de Nayarit como refugiados portadores de una cultura degradada. Más tarde, Weigand y Fikes (2004) se aliarían para calificarlos de informantes no calificados. Como bien señalan estos dos antropólogos, la exaltación del chamanismo y el consumo del peyote han generado una imagen sensacionalista de los wixaritari, pero esto no nos autoriza a descalificar a los informantes de los investigadores que han dado lugar a dicho fenómeno. Asimismo, como bien señala Concepción Sánchez (2015: 161), la desacreditación de los wixaritari que viven fuera de Jalisco produce otro estereotipo igualmente descontextualizado, ahistórico y romántico, en el que las comunidades jaliscienses se presentan como ajenas al cambio, congeladas en el tiempo.

No puedo dejar de mencionar el intento de Negrín por aclarar quiénes eran auténticos. Al respecto advierte que: «Al hablar de los huicholes [wixaritari] se necesita tomar en cuenta […] si el huichol vive fuera del territorio nativo, si es de los que a partir de los 50’s [sic] (sobre todo en los 70's) se alfabetizaron en las escuelas de gobierno o de los misioneros, si sigue ritos relacionados con un tuqui o una tradición familiar particular» (1985: 21). Terrible destino el de la persona que debe elegir entre ser identificado con su comunidad y sus ancestros o aprender a leer; que debe escoger entre ser reconocido como wixárika o buscar mejores condiciones de vida.

Todos estos investigadores han hecho importantes contribuciones al estudio de la sociedad wixárika. Furst mismo fue uno de los primeros investigadores que tomó en serio a los wixaritari de Nayarit. Lamentablemente, este sambenito, este descrédito mordaz que se aplicó a los wixaritari que viven fuera de Jalisco se ha seguido aplicando en algunas etnografías contemporáneas. No obstante, algunas voces se han pronunciado.13 En esa dirección es de enorme interés el trabajo de George Otis (2011), quien, en un estudio comparativo, muestra que una constante en la migración wixárika es la tendencia a mantener sus tradiciones y a reproducir los esquemas de organización social, en contraste con los coras.14

Conclusiones

La documentación publicada relativa al siglo XVIII nos brinda una imagen suficientemente clara de un sistema que más tarde sería denominado comunal, en el que un pueblo central gobernaba sobre un espacio y articulaba a un número considerable de rancherías dispersas. Aun cuando las autoridades coloniales se empeñaron en generar una concentración, el poblado central se caracterizaba por estar despoblado, aunque ya entonces había unas autoridades indígenas que se encargaban de administrar un territorio y su población con la aprobación del capitán protector designado por los españoles. Este sistema parece haberse instaurado, al menos, en la primera mitad del siglo XVIII, por lo que los wixaritari han tenido suficiente tiempo para apropiárselo e incorporarlo en su vida tradicional. Sin embargo, los investigadores de finales del siglo XIX y principios del XX subestimaron la importancia de las autoridades de las cabeceras comunales, ya fuera porque su periodo de funciones era de solo un año, por la dispersión perseverante y el abandono de la cabecera, pero sobre todo por considerarlo un asunto de origen foráneo. Las descripciones prefirieron subrayar el estatismo de la organización social wixárika, su continuidad desde épocas prehispánicas, para ver a las autoridades comunales como un cambio reciente sin trascendencia en las estructuras tradicionales. Si bien no negaron tajantemente el cambio, consideraron de mayor importancia el apego a la tradición. La idea de inmovilidad en las investigaciones posteriores llegó incluso a negar las transformaciones ante eventos tan relevantes como la Guerra Cristera. Más aún, Zingg llegó a afirmar que la religión introducida está en el polo opuesto de la religión pagana local.

Las investigaciones de la segunda mitad del siglo XX avanzaron en la misma dirección e intentaron generar un canon para determinar quiénes eran legítimamente indígenas. En ese sentido, para Furst la ceremonia del peyote era un importante indicador, por haber permanecido ajena a los elementos católicos. Para Weigand, los sistemas de cargos de los centros ceremoniales tukipa eran ejemplo de esa autenticidad, en oposición a los cargos comunales. Especialmente, este último señalaba a los wixaritari nayaritas como imitadores con propósitos comerciales. Lo cierto es que varias de las comunidades que hoy día se encuentran en los estados de Nayarit y Durango pertenecieron antiguamente al territorio de San Andrés; que algunas de estas mantienen fuertes vínculos rituales con sus lugares de origen, lo que nos obliga a pensar si la comunidad tradicional se restringe a sus límites territoriales; que, por supuesto, el asentamiento disperso tradicional no contemplaba las divisiones políticas que estableció el Estado nacional; que buena parte de la gente que comercia con artesanías en otras entidades federativas es originaria de las comunidades jaliscienses, donde vive la mayor parte del año; que pueden existir diversas maneras de reproducir la tradición, para lo que debemos considerar que no es posible hablar de homogeneidad entre las comunidades, ni siquiera entre las que se consideran más antiguas. Pero, sobre todo, cabe destacar que existe la posibilidad de reproducir la comunidad tradicional en otros espacios de acuerdo con los principios de el costumbre; y, por supuesto, todo hay que decirlo, también es cierto que no solo los investigadores han discriminado a las comunidades de Durango y Nayarit. En buena medida, las comunidades de Jalisco han contribuido a generar dicha imagen marginal, la cual ha sido frecuentemente reproducida de manera acrítica por los estudiosos.

Todas estas son premisas en cuya demostración estoy trabajando. Por ahora, baste con insistir en que los sistemas de organización comunal wixaritari no son expresiones de la pérdida de la identidad por haber adoptado cargos con nombres en castellano. Ya eran antiguos y habían sido perfectamente subsumidos e incorporados cuando llegaron los primeros antropólogos. Tampoco son falsas máscaras con las que han eludido la mutación de las costumbres prehispánicas, que conservan de manera oculta en los centros ceremoniales de las barrancas. Alfonso Villa Rojas tenía razón cuando decía que «no existe una demarcación bien definida entre las ideas, creencias y prácticas católicas y las que corresponden al culto pagano, ya que con el paso del tiempo han llegado a amalgamarse formando así un sistema integral bien articulado de carácter marcadamente aborigen» (1961: 35). Efectivamente, la wixárika es una tradición indígena coherente y perfectamente integrada, con una antigua organización comunal que nunca ha sido ajena a la historia, ni al amplio territorio por el que pacientemente han luchado por siglos.

Lamentablemente, al negar la inevitable transformación social -al menos de manera parcial- se ha negado a algunos su condición de comunidad, particularmente a quienes habitan fuera de Jalisco. Al mismo tiempo, se ha desconocido la filiación étnica de sus miembros argumentando que se han aculturado y han perdido su identidad. No son los antropólogos ni el Estado mexicano los que deben definir si ellos son una comunidad tradicional wixárika; si son auténticos o falsificaciones indígenas que solo buscan beneficiarse de los turistas o indios profesionales, como les llamó Weigand. Por encima de estos prejuicios, la conciencia de la identidad indígena debería ser un criterio fundamental◊

Notas al pie:
  • 1

    Esta investigación se llevó a cabo gracias al proyecto de Ciencia Básica 243126.

  • 2

    Los wixaritari (wixárika en singular), también conocidos como huicholes, son un grupo de lengua yutonahua que habita en el occidente de México, principalmente en los estados de Jalisco, Durango, Nayarit y Zacatecas.

  • 3

    Una descripción detallada de los regímenes agrarios de las comunidades tradicionales wixaritari se puede encontrar en Medina (2020).

  • 4

    En el análisis no abordaré las etnografías más recientes, pero convendría reflexionar sobre la manera en que estas paradojas han influido en destacadas investigaciones, como las de Neurath (2002), Gutiérrez (2002), Téllez (2011) y Liffman (2012), por mencionar algunas.

  • 5

    Consistían en la exención de pago de tributo, el derecho a portar armas y la posibilidad de disponer de más tierras, entre otras.

  • 6

    Acerca de las estrategias empleadas para la pacificación de los chichimecas puede verse Powell (1980). Sobre el papel de los huicholes como indios flecheros véase Güereca (2016).

  • 7

    Este era uno de los motivos por los cuales a finales del siglo XVIII los españoles se cuestionaban la conveniencia de que estos indios conservaran sus fueros como miembros de los ejércitos fronterizos.

  • 8

    El último de ellos fue Felipe del Villar, a quien le sucedió Antonio Vivanco como capitán general al mando de un ejército que presuntamente mantendría el orden. Muy pronto, en 1783, fue destituido por los abusos cometidos en contra de los indios, a quienes forzaba a trabajar en sus minas. En su lugar nombraría el virrey a Rafael Amar gobernador interino político y militar.

  • 9

    Acerca de Mezquite y la participación de los huicholes en los movimientos armados del siglo XX véase también Weigand (1992b: 121-130).

  • 10

    Acerca de la escisión de Guadalupe Ocotán véase Téllez (2011).

  • 11

    Acerca de este asunto de la pureza véase también Anguiano y Furst (1978: 11, 15).

  • 12

    En esa misma sintonía se encuentran las publicaciones de Myerhoff (1974), Shaefer y Furst (1996) y Benítez (1970).

  • 13

    Jáuregui, por ejemplo, ha señalado que es «arbitrario suponer como huicholes de menor rango a quienes habitaban fuera de las comunidades a las que la corona española les otorgó títulos en 1722 […] La vitalidad, capacidad adaptativa y trascendencia de los huicholes de la región de Aguamilpa es innegable. Son celosos practicantes de su costumbre y algunos de ellos han logrado una impronta no solo en la vida regional, sino también en las expectativas milenarias, las discusiones académicas y los movimientos artísticos a nivel mundial» (1994: 61).

  • 14

    En otro lugar, Otis (2010) analiza a los wixaritari que se han convertido al protestantismo, quienes siguen reivindicando su filiación étnica y han generado una versión particular, una expresión muy wixárika, de una religión importada del vecino país del norte. Las conclusiones de Otis acerca del protestantismo wixárika han sido corroboradas recientemente por Horacia Fajardo (2014).

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Historial:
  • » Recibido: 04/03/2020
  • » Aceptado: 29/05/2020
  • » : 15/12/2021» : 2021Jan-Jun