Resumen

Este artículo propone explorar el vínculo entre las dimensiones del concepto de crisis migratoria y el derecho de asilo a través de la lente teórica de conceptos como la fragmentación institucional y social, la liminalidad experimentada por los migrantes y la desfronterización, entendida como el resultado de estrategias de agencia. El análisis de intersticios fronterizos nos mostrará que el «dispositivo de la crisis» ha promovido y justificado soluciones de emergencia y debilitado el arraigo de una «cultura de asilo» (Signorini, 2021a). Al mismo tiempo, las historias de la gestion de las crisis migratorias nos dicen que estas dinámicas de poder y control no se soportan pasivamente; refugiados y sociedad civil activan prácticas de desfronterización que les permiten superar la invisibilidad y la inmovilidad (Pinelli, 2014), creando así espacios de resistencia y producción creativa.

Abstract

This article proposes to explore the link between the dimensions of the concept of migratory crisis and the right to asylum through the theoretical lens of concepts such as institutional and social fragmentation, the liminality experienced by migrants, and de-bordering understood as the result of strategies of agency. The analysis of border interstices will show us that the «crisis device» has promoted and justified emergency solutions, weakening the entrenchment of a «culture of asylum» (Signorini, 2021a). At the same time, the stories of migration and of crisis’ management tell us that these dynamics of power and control are not passively endured; refugees and civil society activate practices of de-bordering that allow them to overcome invisibility and immobility (Pinelli, 2014), creating spaces of resistance and creative production.

Palabras clave:
    • fronteras;
    • crisis migratoria;
    • refugio;
    • fragmentación;
    • liminalidad;
    • des-fronterización.
Keywords:
    • borders;
    • migratory crisis;
    • refugee;
    • fragmentation;
    • liminality;
    • de-bordering.

Introducción

La noticia resuena con fuerza en todos los medios de comunicación. Muchas personas han muerto y muchas aún no han sido identificadas. Estamos a finales de invierno y la costa no es la de Lampedusa, sino la de una zona del sur de Calabria. Las personas que intentaron desembarcar venían de la ruta turca, recorriendo la costa griega a través del mar Jónico.

En las próximas páginas nos proponemos explorar el tema de la movilidad humana a través de la lente del concepto de crisis migratoria como dispositivo de control de la vida -mediante políticas de muerte-, del exceso de humanidad. Recorriendo los principales acontecimientos históricos en los territorios de Europa que han caracterizado una narrativa sobre la llegada de refugiados en fuga, intentaremos analizar cómo la gestión de las fronteras conduce a una paradójica coexistencia de prácticas inclusivas y al mismo tiempo excluyentes, donde el sujeto migrante incorpora el propio concepto de frontera, relegándose a una vida liminal de la que no sale ni siquiera cuando su cuerpo cruza físicamente la última de las fronteras. Observaremos cómo las prácticas racistas de herencia colonial que caracterizan la gestión de la frontera se reproducen en la vida cotidiana, en la fragmentación burocrática de la categoría migrante y en la condición perpetrada de la hospitalidad. Por último, concluiremos sacando a la luz hasta qué punto la violencia y el aislamiento silencioso típicos de estos intersticios de crisis determinan al mismo tiempo el surgimiento de prácticas de desfronterización destinadas a trastocar una narrativa fronteriza, donde el sujeto migrante y cualquier conexión de resistencia permiten algo más que la supervivencia.

Breve genealogía del nexo entre crisis y asilo en Europa

El nexo entre crisis y asilo cuenta mucho de la historia europea posterior a la Segunda Guerra Mundial. Si queremos mencionar algunas de las más importantes, nos detendremos brevemente en la crisis de los refugiados que huían de Hungría en 1956, la guerra de los Balcanes en la década de 1990, Siria en 2015 y la crisis actual vinculada al conflicto de Ucrania.

Pocos años después del final de la Segunda Guerra Mundial se promulgó el que todavía se considera el principal instrumento jurídico de protección de los refugiados, la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados, adoptada por la Conferencia de Plenipotenciarios de las Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Refugiados y Apátridas el 28 de julio de 1951.1 En su versión original, la Convención contenía dos limitaciones: una temporal, en virtud de la cual la definición de refugiado sólo era aplicable a las personas que hubieran sufrido persecución por hechos ocurridos antes del primero de enero de 1951; y otra de carácter geográfico, que limitaba los territorios de origen de los refugiados potenciales a los de Europa.

Entre octubre y noviembre de 1956 nació en Hungría un movimiento de revuelta y disidencia contra la presencia de los rusos en los territorios húngaros. Los acontecimientos históricos nos dicen que, tras un momento inicial en el que parecía que el movimiento revolucionario avanzaba realmente hacia cambios en el orden interno y en las relaciones exteriores del país, a raíz de la crisis del canal de Suez, comenzó una repentina e inexorable represión del movimiento revolucionario húngaro a manos de Rusia.

Es el 4 de noviembre de 1956 y, sólo 12 días después del inicio del levantamiento y de una primera salida de los soviéticos de sus territorios, los tanques rusos vuelven a invadir las calles de Hungría, esta vez con la clara intención de acabar con el movimiento rebelde.

Más de 200 000 cruzaron la frontera húngara para huir primero a Austria y Yugoslavia, y luego fueron «reasentados» en nada menos que otros 37 países (Cellini, 2017). El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), con motivo del 50 aniversario de los acontecimientos que rodearon la crisis húngara, recuerda que desde el momento en que los refugiados empezaron a dirigirse hacia la frontera austriaca, «tuvieron una cosa a su favor: el mundo exterior, en general, se mostró extremadamente comprensivo con su difícil situación. Fue la primera gran crisis que apareció en la televisión, así como en los periódicos y en los noticiarios de cine» (ACNUR , 2006: 6. Las cursivas son mías).

Durante estos años aumentó la conciencia de que la gente no sólo huiría de los conflictos europeos; así, los Estados firmantes adoptaron el Protocolo sobre el Estatuto de los Refugiados, que entró en vigor el 4 de octubre de 1967 y dispuso la eliminación de las reservas temporales y geográficas, extendiendo así las protecciones garantizadas por Ginebra a todos los refugiados.

En las décadas siguientes, la que entonces se calificó como la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial fue, sin duda, la que acompañó a la huida de millones de personas de las sangrientas guerras balcánicas que se sucedieron entre 1991 y 1999. Eslovenia fue el primero de los Estados en enfrentar un conflicto, que duró sólo unos días y surgió tras su declaración de independencia de la entonces República Federal Socialista de Yugoslavia. A lo largo de los años ocurrieron conflictos sangrientos en Croacia, Bosnia-Herzegovina, en Kosovo en 1999 y tras la opción de independencia de Macedonia en 2001. Las guerras que siguieron en la entonces Yugoslavia son recordadas por la comunidad internacional como algunas de las más violentas de la historia reciente; baste recordar la masacre de Srebrenica en 1995 y los bombardeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (otan) que afectaron a muchos civiles en Serbia y Kosovo en 1999.

La gente sigue huyendo. Ya en octubre de 1992 representaban el 20% de los refugiados del mundo, estimados entonces en unos doce millones (Meznaric y ZlatkovicWinter, 1993).

Europa, sacudida por la violencia de los conflictos y comprometida en la evidente gestión del flujo de personas desplazadas, publica una directiva para apoyar y proteger a sus Estados miembros y, especialmente, a las víctimas. Hablamos de la Directiva 2001/55/CE del Consejo de la Unión Europea, de 20 de julio de 2001, relativa a las normas mínimas para la concesión de protección temporal en caso de afluencia masiva de personas desplazadas y a medidas de fomento de un esfuerzo equitativo entre los Estados miembros para acoger a dichas personas y asumir las consecuencias de su acogida. Se trata de una directiva muy importante en la historia de la jurisprudencia migratoria europea, ya que no sólo establece normas mínimas para conceder protección temporal en caso de afluencia masiva de personas desplazadas, sino también sobre el fomento de un esfuerzo equitativo entre los Estados miembros para acoger a personas desplazadas y asumir las consecuencias de su acogida. Por personas desplazadas, la directiva entiende, como se indica en el artículo 2(c): a) personas que han huido de zonas de conflicto armado o de violencia endémica; b) personas que están sometidas a un grave riesgo de violaciones sistemáticas o generalizadas de los derechos humanos o que han sido víctimas de tales violaciones. No sólo eso, en el artículo 25(1) la directiva establece que los Estados miembros acogerán con «espíritu de solidaridad comunitaria a las personas susceptibles de protección temporal» (las cursivas son mías). A lo largo de los años, este instrumento jurídico, considerado por muchos extremadamente vanguardista y protector, nunca será utilizado a pesar de que ha sido invocado por muchos Estados para la gestión de múltiples crisis migratorias (Schiavone, 2022).

Así llegamos, con un salto temporal de diez años, al periodo que vio el movimiento de personas no sólo huyendo de los territorios del norte de África, sino también del reciente -y desgraciadamente todavía actual- conflicto en Siria. En el escenario sirio de entonces, Bashar Al Assad había tomado recientemente el poder de manos de su padre Hafiz. Muchos sirios se habían echado a la calle para disentir contra el régimen dictatorial vigente, reclamando sus derechos y libertades conexas. Aunque comenzó de forma pacífica y laica, las represiones posteriores fueron extremadamente violentas y repercutieron en toda la población, que además de tener que enfrentarse a las dificultades de viajar para escapar y encontrar asilo en otros Estados, si permanecían en Siria se enfrentaban a la pobreza y la falta de atención debido tanto a la guerra en curso como a las sanciones de otros países. Un informe elaborado por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef, por su acrónimo en inglés) en 2022 señala que al menos 12 000 niños han muerto o resultado heridos durante los diez años de conflicto armado y que, de los 13 millones de personas desplazadas dentro del país o que han huido y se han refugiado fuera de la frontera siria, al menos 6.1 millones son niños que aún permanecen en Siria y 2.5 millones de niños refugiados han huido a países vecinos.

Llegamos a 2015, el año definido como el de la crisis mundial de refugiados. Según se informa en el sitio web de ACNUR , más de un millón de refugiados y migrantes alcanzaron las costas europeas, y más de 3 700 personas perdieron la vida en el camino: intentando cruzar el mar Mediterráneo, navegando por la peligrosa nueva ruta entre Turquía y Grecia, o desplazándose por la ruta de los Balcanes, exponiéndose a los riesgos de viajes ocultos en camiones o a través de fronteras boscosas. La mayoría huye constantemente de Siria, Afganistán o Irak.

Pero la llegada de emigrantes que huyen no se corresponde necesariamente con un clima de acogida y apertura. Al contrario, es en este momento cuando se inaugura una era de nuevos muros para bloquear la, aunque inevitable, movilidad humana. Fue la Hungría de Viktor Orbán la que, en plena crisis migratoria de 2015, decidió levantar una valla en la frontera entre Hungría y Serbia para impedir que los migrantes llegados de la ruta de los Balcanes entraran en el país para llegar a otros países de la Unión Europea (UE). Los muros no son sólo físicos, y los gobiernos europeos siguen construyendo más de ellos mediante políticas de externalización de fronteras;2 un ejemplo de ello es el acuerdo UE-Turquía de 2016, que al prever la repatriación a Turquía de todas las personas llegadas por vías irregulares a las islas del mar Egeo, incluidos los solicitantes de asilo, ha provocado de hecho el atrapamiento de miles de refugiados en condiciones inhumanas en las islas griegas; así como el llamado Memorándum Italia-Libia, que en 2017 vio un acuerdo entre los gobiernos italiano y libio para reforzar la «seguridad fronteriza» haciendo hincapié en «la importancia de aprovechar la experiencia de las instituciones implicadas en la lucha contra la inmigración ilegal y el control fronterizo» y «mediante la provisión de campos de acogida temporales en Libia».

Estos son también los años en los que comenzaron las intimidaciones y las acciones legales contra las organizaciones no gubernamentales (ONG) que intentaban salvar la vida de las personas que cruzaban los mares Mediterráneo y Egeo: «las percepciones de que las ONG causan o contribuyen a un ‹factor de atracción› y coluden con los contrabandistas no están probadas, pero han afectado al clima general de desconfianza hacia la sociedad civil en muchos Estados del CdE» (Expert Council on NGO Law, 2019: 21. Las cursivas son mías).

Los pasos fronterizos europeos brevemente mencionados aquí alimentan una narrativa histórica de la crisis migratoria hecha de entradas irregulares -o en número ciertamente insuficiente de corredores humanitarios- y de gestión de emergencias. Las políticas de control y acogida se desarrollan en una concomitancia esquizofrénica, que a lo largo de los años parece orientarse cada vez más hacia la protección no tanto de las vidas que hay que salvar como de las identidades nacionales preestablecidas.

Con el último conflicto entre Ucrania y Rusia, que estalló a finales de febrero de 2022, y el consiguiente desplazamiento de miles de personas en fuga, la narrativa del nexo entre crisis y asilo a través de las fronteras europeas ha experimentado un giro de magnitud igualmente histórica, y nos encontramos ante un cambio de paradigma en la relación entre los conceptos de crisis, asilo y fronteras.

El 4 de marzo de 2022, el Consejo Europeo reconoció las condiciones para aplicar la protección temporal a los migrantes que huyen de Ucrania. La mencionada Directiva 55/2001, ambiciosamente concebida veinte años antes debido a una guerra igualmente sangrienta en las cercanías, pero de hecho nunca aplicada, es ahora ley.3 Y así, en mi caso basándome en la observación de episodios italianos, las colas en la jefatura de policía para obtener un permiso de residencia son dobles; las colas en la Prefectura para solicitar la acogida se dividen entre los que tienen protección temporal y los que han solicitado asilo. No sólo eso, el grupo de Visegrado (Polonia, República Checa, Eslovaquia y Hungría) insistió en conceder la protección temporal únicamente a los ciudadanos ucranianos o a los que residían en Ucrania con un permiso de larga duración. Esto demuestra que es un elemento de discriminación en la gestión burocrática y, por consiguiente, también sociopolítica de este éxodo masivo de personas que huyen; se podría hablar de un proceso de estratificación y clasificación de las personas migrantes en su acceso a los derechos sociales y humanos relacionados con su condición de huidos del conflicto. Ahora, la general gestión de la crisis migratoria aporta respuestas que no pertenecen a unos pocos, sino que parten de la comunidad internacional y de la sociedad civil, que se manifiesta en un movimiento sin precedentes de solidaridad, a pesar de la evidencia histórica de otras crisis migratorias.

¿Cómo explicar tales diferencias en la forma de proteger y acoger a una misma «categoría» de personas?

Fragmentaciones

La colonia era «funcional para la excreción de hombres y mujeres que por numerosas razones eran considerados superfluos, sobrantes, dentro de las naciones colonizadoras» (Mbembe, 2022: 5). En un poderoso escrito, Mbembe nos lleva a comprender la actualidad rastreando las genealogías racistas y coloniales que condujeron al proceso de construcción de las democracias modernas. El establecimiento triunfante de la modernidad occidental tuvo lugar simultáneamente con el proceso constante y violento de conquista e invasión de nuevas tierras, mediante la creación de la colonia y la dominación a través de la plantación. El autor nos permite visualizar ese pasado triunfante a través de una alegoría que representa la historia de la democracia moderna como dos cuerpos, uno solar y otro nocturno, donde este último representa la vida oscura y violenta del dominio colonial sobre los esclavos: «la democracia lleva en su seno la colonia, a menudo con los rasgos de una máscara» (Mbembe, 2022: 30).

El proceso de expulsión del exceso, inútil en la tierra blanca y funcional en las nuevas tierras, representa una garantía de fuerza de trabajo y externalización de esa violencia que debe mantenerse a distancia para tranquilizar a las democracias modernas con su «lógica mitológica» (Mbembe, 2022: 30). Esos no-lugares de transferencia de la violencia -nos dice Mbembe- están representados por la plantación, la colonia, y en tiempos más recientes, por el campo de concentración y la prisión. Observando la evolución que en los últimos años acompaña a la gestión de ese fenómeno llamado crisis migratoria, propone ver las fronteras del mismo modo que los campos o las colonias más remotas, como no-lugares (Augé, 2000) donde se desarrollan nuevas formas de esa dimensión nocturna que subyace a la relación colonia/campo.

La frontera puede verse como un espacio de liminalidad, donde todo es posible y tolerable porque sucede allí, lejos de nuestra vida cotidiana; porque al fin y al cabo se trata de ellos, del otro, del extranjero, del emigrante, del sujeto liminal que no pertenece a la comunidad nacional, y mucho menos a la social.

En este panorama, reflexionar sobre el concepto de ciudadanía es un paso inevitable y necesario para entender cómo prácticas aparentemente inclusivas esconden en verdad dispositivos de apoyo a la segregación y la expulsión, puestos en marcha para proteger a los propios ciudadanos de la llegada de no-ciudadanos en tiempos de crisis.

Desde mediados del siglo XVIII, la pertenencia a una comunidad nacional constituye el nuevo vínculo social, y la ciudadanía representa cada vez más, en el sentido tradicional derivado del nacimiento y desarrollo del Estado-nación, la pertenencia a una comunidad política, delineando inmediatamente la diferencia entre ciudadanos y extranjeros (Zanfrini, 2007: 3).

El concepto de ciudadanía adquiere un nuevo significado político al ir acompañado de la proliferación de normas «destinadas a especificar qué hombre era ciudadano y cuál no, y a articular y estrechar gradualmente los círculos del ius soli y el ius sanguinis» (Agamben, 1995: 143). Dentro de los confines del Estado moderno se desarrolla lo que Arendt (2009: 410), y con ella otros autores (Agamben, 1995; Benhabib, 2004; Morris, 2010), denomina el derecho a tener derechos. Precisamente porque, con la proliferación de normas que fragmentan el concepto de ciudadanía, asistimos a la proliferación de «millones de individuos que lo habían perdido [el derecho a tener derechos] y no podían recuperarlo debido a la nueva organización global del mundo» (Arendt, 2009: 410-411), a saber, los refugiados y los apátridas. La figura del refugiado, emblema del sujeto portador de derechos universalmente reconocidos, de hecho «marca la crisis radical de este concepto» (Agamben, 1995: 139), ya que resulta que los mismos derechos carecen de fuerza cuando ya no son atribuibles al ciudadano de un Estado determinado, lo cual los convierte en «un instrumento de la nación sola» (Benhabib, 2004: 43).

Al mismo tiempo, asistimos al desarrollo de otro concepto clave y necesario para comprender el tiempo presente: el de frontera. La frontera representa «un límite común, una separación entre espacios contiguos […]. La frontera separa más claramente dos espacios, dos personas, dos ideologías» (Zanini, 1997: 10-14). Estas características hacen de la frontera un territorio que produce de forma natural prácticas de exclusión, cuya finalidad es controlar la aparición de acontecimientos imprevistos y no deseados. La presencia de fronteras, ya sean espaciales, mentales, culturales o ideológicas, determina la condición por la que alguien se convierte en extranjero. En el mundo romano, el significado del concepto de extranjero se forjó a la luz de la «distinción, sancionada por las murallas de la ciudad, entre lo que pertenece a la civitas y lo que está excluido de ella; entre los que pueden llamarse ciudadanos y los que no lo son» (Zanini, 1997: 62).

Dentro de las fronteras de los Estados-nación se cristaliza el posicionamiento impuesto a los que están dentro y a los que están fuera, a los que están cerca y a los que están lejos, a los que están incluidos y a los que están excluidos, promoviendo así la institucionalización de quién es ciudadano y quién es extranjero. Mediante esta separación, subraya Zanfrini (2007), se desarrollan normas que regulan las relaciones sociales bajo el dictado de las políticas de control, por un lado, y de expansión ejercidas por los Estados, por otro. En estas normas se contienen los derechos correspondientes a las respectivas pertenencias; por un lado ciudadanos, por otro no-ciudadanos. Estos últimos, de hecho, si antes eran los considerados fuera de las fronteras nacionales, ahora pasan a ser los que no forman parte del corpus de la nación, lo que refleja la idea actual del extranjero.

Fue la posguerra de la Primera Guerra Mundial cuando se consolidó la idea de una «comunidad políticamente unitaria y étnica y culturalmente homogénea, en la que la nacionalidad se superpone a la ciudadanía» (Zanfrini, 2007: XI) y se afirmó el miedo al otro. En aquellos años, la pertenencia a una nación era un factor ineludible, sobre todo a medida que las prácticas de negación tomaban forma a través de las campañas de desnaturalización, como respuesta a las llegadas masivas de refugiados y apátridas, de los indésiderables (Arendt, 2009: 393). Las movilidades se convirtieron en objeto de procedimientos burocráticos que justificaban y concedían el cruce de fronteras que, además de delimitar los territorios de competencia estatal soberana, actuaban como filtro para la entrada de no-ciudadanos (Zanfrini, 2007: XIII). Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, el nacimiento de la Organización de las Naciones Unidas y el proceso de descolonización, el Estado adquiere un valor aún más absolutista en la concepción de pertenencia (Zanfrini, 2007: XIV).

La diferenciación entre ciudadanos y no-ciudadanos se encuentra en aquellas dimensiones de la ciudadanía social, que en su sentido más amplio se puede entender «como la condición genérica de quienes, no siendo necesariamente ciudadanos, son titulares de derechos sociales» (Gargiulo, 2008: 136). Esa se basa en un proceso de fragmentación, lo que da lugar a los innumerables estatutos jurídicos a los que pertenecen las categorías de migrantes y a los que se refieren los derechos sociales correspondientes. Esta fragmentación, sin embargo, no va acompañada de una disminución del carácter excluyente de la ciudadanía. Según Benhabib (2008: 59), la ciudadanía es una institución desagregada, dentro de la cual «el reconocimiento de derechos ya no depende del estatus de ciudadanía» (Benhabib, 2008: 62), sino que se basa en una diferenciación de subestatus a los que corresponden derechos y deberes. Así, las políticas migratorias definen quién puede entrar y quién no, demostrando cómo dicha estratificación de derechos se corresponde con la formación de un sistema de control (Morris, 2010: 10). Morris define la estratificación cívica (2002: 6 y ss.; 2010: 11 y ss.) como el proceso de clasificación de la población en una variedad de estatus, ya sean de ciudadanía o de inmigración, a los que corresponden determinados derechos. Es precisamente esta diferenciación la que determina su administración, haciendo que el propio proceso de clasificación forme parte del proceso de gubernamentalidad. El vínculo entre los estatutos de ciudadanía y los estatutos de asilo están así unidos por un proceso mutuo de decombinación, deconstrucción y remodelación que determina y permite el control, confirmando la aserción de Sayad de que la emigración corresponde a una ausencia y que el cierre del proceso de inmigración corresponde a una presencia: «la presencia se impone, la ausencia se contrarresta y nada más; la presencia se regula, se reglamenta, se controla, se gestiona, mientras que la ausencia se enmascara, se puentea, se niega» (2002: 164).

Marshall ofrece una doble definición del término ciudadanía, identificándola, por un lado, como un estatus legal y, por otro, como un vínculo de «pertenencia a la comunidad» (2002: 43). La pertenencia se presenta, a su vez, de dos formas; la primera es «formal», puramente jurídica, y fundamenta la distinción entre los que pertenecen y los que no; la segunda es «sustancial» y está relacionada con los criterios que se aplican en la fase de determinación de la pertenencia (Gargiulo, 2008: 16). Estos dos elementos que componen la pertenencia se relacionan de forma dialógica y están estrechamente correlacionados con la definición de quién pertenece, como en la distinción entre ciudadanos y no-ciudadanos. Para los primeros se sanciona un reconocimiento objetivo ya que está regulado en lo legal, y para los segundos el plano se desplaza a un significado subjetivo ya que formalmente no son iguales a los ciudadanos (Gargiulo, 2008: 17). Por lo tanto, si la ciudadanía es portadora de procesos inclusivos y excluyentes, es importante reconocer que estas dimensiones internas y externas del propio concepto subyacen a dinámicas potencialmente violentas.

De ello se desprende que las propias fronteras deben ser vistas como productoras de prácticas y políticas excluyentes y, al mismo tiempo, como dispositivos de inclusión que seleccionan y filtran a hombres y mujeres en diferentes formas de circulación, produciendo dimensiones no menos violentas que las empleadas por las medidas exclusivistas (Mezzadra y Nielsen, 2014).

Cuando los territorios europeos enfrentaron lo que la comunidad internacional denominó crisis migratorias, su gestión de emergencias se convirtió en una herramienta más de selección al servicio de la frontera, garantizando así la serenidad mitológica de las democracias occidentales, defendiendo a los nativos del riesgo de los invasores. En la época de la colonia, la humanidad sobrante era desplazada y empleada en las tierras de conquista. En la época actual, la gestión de las crisis migratorias nos habla de una modernidad líquida en la que el exceso entrante es expulsado, encerrado o deslizado a las profundidades del abismo de las zonas fronterizas.

En el proceso de cruce de fronteras, la crisis deviene «una tecnología de control y gobierno de la vida que no sólo tiene sus efectos sobre la población migrante» (Signorini, 2021b: 62) sino sobre la totalidad de la población. No sólo eso, la «construcción discursiva de la crisis de los refugiados» (Mellino, 2019: 151) -el efecto concreto del humanitarismo en las políticas gubernamentales- como «parte de un ‹dispositivo de acogida› más amplio, no hace sino aumentar la desigualdad, la jerarquización y la vulnerabilidad incluso entre los propios migrantes» (Mellino, 2019: 154-155), que experimentan en sus propias vidas el poder del racismo y la necropolítica. La necropolítica está impulsada por la fuerza motriz del racismo, que nos habla, por un lado, de una «reducción generalizada del precio de la vida», basta pensar en los riesgos conscientes a los que se enfrentan las personas en las travesías terrestres y marítimas para escapar a otros destinos migrando de forma irregular, y, por otro, de una «adicción a la pérdida» (Mbembe, 2022: 44).

El solicitante de asilo se posiciona en un «espacio ambiguo» (Benhabib, 2008) dentro del cual se desarrolla el tiempo de la incertidumbre y la pertenencia dudosa, compuesto por relaciones dicotómicas como legal/ilegal, dentro/fuera, inclusión/exclusión, basadas en negociaciones contrastadas. Es aquí donde se instala lo que Turner llamó entidades liminales, que no están ni aquí ni en otro lugar (1969), produciendo relaciones hechas de dobles ausencias (Sayad, 1996), privadas de ese sentido de pertenencia que buscan quienes se desplazan para recrear sus vidas.

Líminalidad

Las prácticas de fragmentación jurídica y social no sólo afectan la vida burocrática de los inmigrantes, sino que pasan a formar parte de su propia subjetividad.

La liminalidad nos habla del proceso de incorporación fronteriza. Esto se debe a que la condición liminal de la vida no sólo tiene que ver con una movilidad física de una frontera a otra y a la siguiente. La movilidad racializada -que se basa en prácticas discriminatorias estrechamente vinculadas a políticas selectivas que sólo favorecen a determinadas nacionalidades en carrera- que caracteriza la actual era poscolonial nos habla del proceso de incorporación de la condición liminal, lo que hace de los cuerpos migrantes, cuerpos liminales.

Para comprender plenamente cómo la condición de suspensión y liminalidad interfieren en el curso de la vida de los migrantes y refugiados, es necesario observar la posmigración. Cuando la persona, tras haber llegado por rutas alternativas a los hangares de los aeropuertos, imaginando que puede detenerse, descubre a su pesar que la frontera siempre está ahí: está (en) ella.

El antropólogo Khosravi escribe que «la hospitalidad comienza en el instante mismo del encuentro con el otro, en un umbral, en el momento y en el lugar en que el extranjero -refugiado o migrante- pide acogida en una lengua que no es la suya» (2019: 208). La hospitalidad, por lo tanto, es un acto condicionado por la existencia de un propietario que, en el conceder la entrada al nuevo huésped, demarca el límite de su propiedad, traduciendo el acto de hospitalidad en un acto de hostilidad. Como reitera el autor, «la dialéctica acogida/rechazo demuestra que la hospitalidad se rige por fronteras» (2019: 208).

En esta aportación narrativa suya, una etnografía de las fronteras, como él la llama, el lector no sólo pasa por la experiencia de la frontera geopolítica, sino que también es conducido a ver la frontera que se supone finalmente ha cruzado.

El proceso de fragmentación institucional y de la subjetividad de quienes llegan o permanecen irregularmente en territorio europeo prevé la activación de tales dispositivos de deshumanización que garantizan el mantenimiento de un estado de control sobre la población inmigrante. En esta época de crisis migratorias, el refugiado sigue siendo emblema de dicha fragmentación, incorporando la dimensión liminal que lo convierte siempre y en todo caso en una mercancía, cuyas bondades deben ser controladas y con una fecha de caducidad estampada en el cuerpo.

Las personas que, una vez llegadas a los numerosos territorios europeos, como Italia, solicitan asilo, se encuentran inevitablemente con que tienen que cruzar innumerables fronteras adicionales, que las sitúan siempre en la condición de «huéspedes». A lo largo del procedimiento de solicitud de protección, oscilan entre una condición de temporalidad, dada por la incertidumbre de permanecer en el país de acogida, y una condición de merecimiento, que ve sus historias de vida sometidas a procedimientos de evaluación cuestionables: ¿cuántas veces tendrían que torturarme para conseguir un permiso de residencia?, pregunta un solicitante de asilo a su trabajador jurídico (Signorini, 2014: 395).

A lo largo de 2022, con la llegada de un gran número de personas que huían de Ucrania, países europeos como Hungría y Polonia -que habían estado levantando muros para bloquear el paso de las personas que huían de Siria o Afganistán- abrieron las puertas de sus casas y redefinieron la narrativa del concepto de cultura de acogida en Europa.

La búsqueda de alojamientos para utilizarlos como centros de acogida está teñida de tintes racistas; en muchos relatos recogidos de trabajadores sociales que laboran en proyectos de acogida de solicitantes de asilo en Italia vuelve a repetirse la anécdota de que, al buscar casas para alquilar, los propietarios especificaban que el alquiler sólo se concedería a refugiados ucranianos, no a africanos. Porque, al fin y al cabo, señala Mbembe, el nanorracismo «es el racismo hecho cultura y aliento, en su banalidad y en su capacidad de infiltrarse en los poros y las venas de la sociedad» (2022: 73). El nanorracismo se refiere a «esa forma narcótica del prejuicio de color que se expresa en los gestos aparentemente neutros de cada día, en el espacio de una nada, de una frase aparentemente inconsciente, una broma, una alusión o una insinuación…» (Mbembe, 2022: 71).

Este pasaje es crucial porque nos obliga a ver hasta dónde llegan las políticas racistas de selección y a quién enredan en sus mallas de memoria colonial. De hecho, no sólo conciernen a los cuerpos excedentes y necropolitizados, que a estas alturas ya nos hemos acostumbrado a ver tumbados y desnudos, sino que tienen que ver con la totalidad de la población. Ya que -como nos recuerda Khosravi- «en la experiencia fronteriza»(2019: 121) se repiten aquellas subdivisiones sociales que surgen de las diferencias de clase y género y que el sujeto encarna al reflejar la jerarquización y clasificación que emanan de la institución de la nación. La otredad no existiría sin la identidad nacional, que hoy ha vuelto a ser un fuerte eco en las campañas políticas de los nuevos gobiernos europeos liderados por facciones donde el concepto de seguridad, protección y preservación de las naciones y los valores europeos, refleja un peligroso resurgimiento de poderes nocturnos donde cualquier acción es permisible para la protección ante invasores que osen cruzar la frontera.

La persona que experimenta la condición migratoria durante un periodo de tiempo casi nunca puede abandonarla realmente.

Conclusiones

«Lo único cierto que hay que decir, afirmar y contar es: no deben irse». Estas fueron las palabras que pronunció el actual ministro del Interior italiano (La Reppublica, 27 de febrero de 2023) pocas horas después del naufragio en Cutro, el 26 de febrero de 2023.

A raíz de la muerte de todas estas personas a lo largo de la costa sur de Italia, el gobierno promulgó un decreto-ley, no por casualidad llamado Decreto Cutro,4 cuyo artículo 8 establece que cualquiera que organice y lleve a cabo transportes ilegales de migrantes a Italia, de forma peligrosa o sometiendo a las personas a tratos inhumanos o degradantes, será castigado «con pena de prisión de veinte a treinta años si del acto resulta la muerte de más de una persona como consecuencia no intencionada. La misma pena se aplicará si del acto resultan la muerte de una o más personas y lesiones corporales graves o gravísimas a una o más personas»(Gazzetta Ufficiale della Reppublica Italiana, 2023). Sólo unas semanas antes, el Consejo de Europa publicó el 30 de enero un documento de opinión sobre la compatibilidad con las normas europeas del nuevo Decreto Ley n. 1/2023,5 el llamado Decreto de las ONG, promulgado por el ministro del Interior, para regular las operaciones de salvamento de buques pertenecientes a ONG a lo largo de las costas italianas. En concreto, el decreto obliga a las ONG a proceder al desembarco inmediatamente después de cada procedimiento de rescate, sin posibilidad de proceder a más rescates y atracando en los puertos que les asigne el gobierno, lo que se convierte a veces en una ruta que alarga los tiempos de desembarco. El informe elaborado por el Consejo de Expertos en Derecho de las ONG, en su punto 29, subraya que «las disposiciones tendrán un efecto desalentador significativo en el trabajo de la sociedad civil debido a la ilegalidad de algunas de las disposiciones, y el consiguiente aumento de los riesgos a los que se enfrentan las ONG como resultado de continuar con el trabajo de búsqueda y rescate» (Expert Council on NGO Law, 2023).

Sin pretender profundizar en las normas, es inevitable constatar cómo el dispositivo de la crisis adquiere claramente una doble cara. En la acción de vigilancia y castigo, los gobiernos realizan intervenciones penalizadoras contra la sociedad civil que, saliendo del control del Estado, interviene en la gestión de las vidas en la frontera, interfiriendo así también en el poder de la muerte.

Y cuando el sonido de la muerte se vuelve incómodo, el castigo se vuelve ejemplar. Así será ahora para todas aquellas personas que sean identificadas como traficantes, sin tener en cuenta la complejidad que acompaña a la figura del contrabandista, el traficante, el passeur. Porque, como nos enseña Khosravi (2019), son los intermediarios los que permiten salvarse cuando la movilidad -normalizada por relaciones que remiten poderosamente a la relación colonial- es imposible en los caminos de la legalidad.

Mezzadra y Nielson definen la frontera «no tanto como un objeto de investigación sino como un punto de vista epistemológico que permite un análisis crítico en profundidad no sólo de cómo se redefinen hoy las relaciones de dominación, desposesión y explotación, sino también de las luchas que se desarrollan en torno al cambio de estas relaciones» (2014: 35, traducción mía). La frontera se propone como método desde el momento en que se concibe como «lugar de lucha».

En estas páginas hemos intentado proponer una interpretación de la dimensión fronteriza explorando no sólo sus múltiples caras, geopolíticas y cotidianas, sino también los efectos que tienen en la vida de quienes, incorporando su propia esencia, se ven obligados a vivir en el eterno compromiso de ser cuerpos externos, mantenidos a distancia y gobernados por políticas de silencio. Las fronteras de Europa siguen sangrando y lo que se nos plantea es la paradoja de la convivencia entre quienes infligen las laceraciones y quienes ponen las vendas y suturan los desgarros.

Balibar propone una ampliación de la lectura arendtiana del derecho a tener derechos, sugiriendo el paso de una idea de «poder constituido (el derecho a los derechos deriva de la pertenencia a una comunidad política existente, en particular a un Estado-nación), a una idea de poder constituyente: es […] la posibilidad de no ser excluido del derecho a luchar por los propios derechos» (2012: 89). El derecho entra en diálogo con la resistencia y la exclusión, donde la primera representa la existencia política, y la segunda una categoría compleja pero también «un lugar privilegiado de sobredeterminación de las contradicciones actuales de la ciudadanía» (Balibar, 2012: 92).

Son precisamente los actos de ciudadanía (Isin y Nielsen, 2008) los que actúan como instrumentos de resistencia contra las prácticas deshumanizadoras. Yuval et al. (2017) definen el proceso de bordering o fronterización como «la construcción cotidiana de las fronteras a través de la ideología, la mediación cultural, los discursos, las instituciones políticas, las actitudes y las formas cotidianas de transnacionalismo».

La desfronterización, asumiendo y reinterpretando los conceptos de desterritorialización, propone «pensar las formas de borrar las fronteras» (Bouhaben y Piñeiro, 2021) y producir actos de solidaridad -o de-bordering solidarity (Dimitriadis y Ambrosini, 2022) -entendida en el sentido de empoderamiento de la sociedad civil a través de sus redes informales (Bouhaben y Piñeiro, 2021), para superar el aplanamiento y la deshumanización típicos de contextos liminales y humanitarios como los campos de refugiados (Pinelli, 2014).

Por lo tanto, es necesario promover el protagonismo de lo que llamamos agencia (Ortner, 2006), de individuos y colectividades, que restaura la vida a través de sus propias contraestrategias creativas (ONG, 2005), generando así verdaderos actos de ciudadanía.

El análisis de estos intersticios de crisis nos ayuda a comprender cómo un dispositivo de control puede ser al mismo tiempo espacio de resistencia y producción creativa.

Concluimos esta contribución planteando la importancia de mantener una conexión activa con la conciencia de la historia, por un lado, y la observación de la resistencia, por otro, para no permitir la asfixia de una sobre la otra.

Notas al pie:
  • 1

    Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 | ACNUR .

  • 2

    La externalización del control de fronteras y el derecho de los refugiados puede definirse como el conjunto de acciones económicas, jurídicas, militares, culturales, principalmente extraterritoriales, llevadas a cabo por actores estatales y supraestatales, con el apoyo indispensable de otros actores públicos y privados, dirigidas a impedir u obstaculizar la entrada de los migrantes (y, entre ellos, de los solicitantes de asilo) en el territorio de un Estado para beneficiarse de las garantías, incluidas las jurisdiccionales, previstas en dicho Estado, o dirigidas de otro modo a hacer legal y sustancialmente inadmisible su entrada o su solicitud de protección social y jurídica (ASGI, 2019: 3).

  • 3

    El 28 de marzo de 2022, el gobierno italiano aplicó la Decisión 2022/382 mediante un decreto del primer ministro, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 20 del Texto Único sobre Inmigración y en el artículo 3 del Decreto Legislativo nº 85 de 7 de abril de 2003, que constituye la transposición interna de la Directiva 2001/55/CE.

  • 4

    Conviene hacer una breve reflexión sobre la elección no aleatoria de las palabras del decreto que salió unos días después del naufragio. El suceso de la muerte de tantas personas ha conmocionado a la opinión pública y la comunidad internacional; ha suscitado innumerables debates en los medios de comunicación y en la opinión pública. Forma parte de una poderosa política de νεκρός (muerte), en la que el nombre, que en la memoria colectiva debería haber remitido inmediatamente al vivo recuerdo del naufragio, remite ahora inevitablemente al Decreto-Ley, convertido después en la Ley 50/2023, que impone importantes restricciones a las políticas de entrada y acogida. El poder soberano también decide sobre la memoria de la vida y la muerte de quienes viven o mueren en zonas fronterizas.

  • 5
Referencias
  • Agamben, G. (1995). Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita. Torino: Piccola Biblioteca Einaudi.
  • Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) (28 de julio de 1951). Convención sobre el Estatuto de los Refugiados. Ginebra, Suiza.
  • Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) (2006). The Hungarian refugees, 50 years on. Refugees,144(3). www.unhcr.org/4523cb392.pdf
  • Arendt, H. (2009 [1967]). Le origini del totalitarismo. Torino: Einaudi.
  • Associazione per gli Studi Giuridici sull Immigrazione (ASGI) (2019). L’esternalizzazione delle frontiere e della gestione dei migranti: politiche migratorie dell’Unione europea ed effetti giuridici.2020_1_Documento-Asgi-esternalizzazione.pdf
  • Augé, M. (2000). Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad. Barcelona: Gedisa.
  • Balibar, E. (2012). Cittadinanza. Torino: Bollati Boringheri Editore.
  • Benhabib, S. (2004). I diritti degli altri. Stranieri, residenti, cittadini. Milano: Raffaello Cortina Editore.
  • Bouhaben, M. A. y Piñeiro-Aguiar, E. (2021). Desfronterización performativa. Pintar, lijar y espejear el borde. Arte e Investigación, 22.
  • Cellini, A. (2017). The resettlement of Hungarian refugees in 1956. Forced Migration Review, 52, 6-8. www.fmreview.org/resettlement/cellini
  • Consejo de la Unión Europea (20 de julio de 2001). Directiva 2001/55/ce del Consejo. Diario Oficial de las Comunidades Europeas. https://eur-lex.europa.eu/legal-content/ES/TXT/PDF
  • Dimitriadis, I. y Ambrosini, M. (2022). De-bordering solidarity: civil society actors assisting refused asylum seekers in small cities. Journal of Refugee Studies, 00(0). https://doi.org/10.1093/jrs/feac048
  • Expert Council on NGO Law Conf/Exp (2023). 1. Opinion on the compatibility with European standards of Italian decree law no. 1 of 2 january 2023 on the management of migratory flows. rm.coe.int/expert-council-conf-exp-2023-opinion-italy-30-jan2023-en/1680a9fe26
  • Expert Council on NGO Law Conf/Exp (2019). 1. Using criminal law to restrict the work of NGOs supporting refugees and other migrants in Council of Europe member states. Thematic study prepared by Dr. Carla Ferstman on bsehalf of the Expert Council on NGO Law of the Conference of ingos of the Council of Europe. rm.coe.int/expert-council-conf-exp2019-1-criminal-law-ngo-restrictions-migration/1680996969
  • Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) (s.f.). Siria, 11 años después del comienzo de la guerra, 13 000 niños han resultado muertos o heridos. https://www.unicef.it/media/siria-a-11-anni-dall-inizio-della-guerra-sono-13-mila-i-bambini-uccisi-o-feriti/
  • Gazzetta Ufficiale della Reppublica Italiana (2023). Decreto-legge 10 marzo 2023, núm. 20. https://www.gazzettaufficiale.it/eli/id/2023/03/10/23G00030/sg
  • Isin, E. F. y Nielsen, M. (eds.) (2008). Acts of citizenship. London and New York: Zed Books.
  • Khosravi, S. (2019). Io sono confine. Milano: Eléuthera.
  • Mbembe, A. (2022). Nanorazzismo. Il corpo notturno della democrazia. Bari: Editori Laterza.
  • Mbembe, A. (2016). Necropolitica. Verona: Ombre Corte.
  • Mellino, M. (2019). Governare la crisi dei rifugiati. Sovranismo, neoliberalismo, razzismo e accoglienza in Europa. Milano: Derive Approdi.
  • Meznaric, S. y Zlatkovic-Winter, J. (1993). Forced migration and refugee flows in Croatia, Slovenia and Bosnia-Herzegovina. Refuge, 12(7), 3-5.
Historial:
  • » Recibido: 21/03/2023
  • » Aceptado: 16/06/2023
  • » : 27/11/2023» : 2023Jul-Dec